Por José Antonio Trejo Rodríguez.

Principios del siglo XXI, pretendo poner un poco de limón en un plato de menudo y no encuentro, mis hermanas me dicen que vaya a cortar uno y no sé en dónde hacerlo; mis amigos que están de visita me miran sorprendidos y responden que junto a la banqueta, saliendo de la cocina; más sorprendido que ellos reparo que allí está un frondoso árbol que brinda enormes limones sin semilla, corto uno gigantesco, me maravillo con su fuerte olor cítrico que se acentúa al partirlo en dos, el aceite que se desprende de su gruesa cáscara impregna la hoja del cuchillo. Mis amigos y familiares disfrutaban de un fresco vaso de cerveza y me piden que resurta el plato de rodajas de limón, no hay problema, el árbol nos regala su fruto con generosidad.

Resulta curioso enterarse que el limón llegó a América junto con los españoles hace cinco siglos y que en nuestra nación predominan dos clases: el persa y el mexicano, el primero es el que no tiene semilla y se produce en la región del golfo y el segundo tiene la peculiaridad de ser más agrio y se produce en el occidente. Además, sorprende gratamente saber que México se destaca por su liderazgo en la producción y exportación del aromático y jugoso fruto.

Pasaron unos años, el limón siguió alimentando la demanda familiar y un poco más hasta que, de repente, comenzó a secarse. Alarmado fui a consultar a un gran amigo que es agrónomo de profesión, quien raudo y presuroso me preparó un coctel para bañar sus hojas y ramas, además de indicarme la forma de abonar la tierra. Todo fue en vano, eran los primeros años de la terrible plaga del llamado heno motita que se asemeja al heno que adorna los nacimientos. El limón quedó totalmente seco y uno de mis hermanos no tuvo más remedio que talar su tronco delgado y seco.

Mis hermanas no se dieron por vencidas, comenzaron a buscarle un sustituto hasta que lo hallaron o, mejor dicho, uno de mis sobrinos los halló y cada una de ellas sembró un árbol de limón en sus respectivas casas. Uno creció altísimo y generoso regala su fruto a todos los miembros de la familia, desde el más grande hasta el más pequeño acuden a cortar gordos limones para el consumo doméstico; incluso el más pequeño ya se acostumbró, impulsado por su abuelo, a cortar unos pocos al regresar de la escuela y preparar una limonada refrescante.

El otro limón comenzó a dar frutos desde pequeño, apenas rozaba el metro de altura cuando ya era perlado por pequeñas y olorosas esferas que cubrían las necesidades de la casa, convirtiéndose también en proveedor de uno de los integrantes más pequeños de la familia quien, necesitado de refrescarse, acude a cortar un par de jugosos frutos para prepararse una fría limonada.

Afortunadamente, aunque quizá debiera escribir: bendecidamente, porque a lo largo de los años he aprendido que contar con un árbol en casa en una bendición, cuantimás si se trata de uno frutal, en casita también contamos con un limón que mi suegra plantó y cuidó hasta el fin de sus días y hoy su hija, mi esposa, cuida con cariño, desprendiendo el heno motita que llega a tratar de invadirlo, quitando las ramas secas y cosechando sus frutos con sumo cuidado para evitar que se desprendan las flores que al paso de los días brindarán su maravilloso aroma y un grande y jugoso limón.

Hace unos meses, cuando el limón se cotizaba a precios estratosféricos, las amistades de mi familia gustaban bromear cuando recibían unos cinco o seis limones de obsequio, repetían lo mismo que los memes de esa época y por supuesto que ya en serio lo agradecían pues, decían, que son tan grandes y jugosos que basta un par para preparar una jarra de agua fresca o una rodaja para ponerle el toque ácido a un caldo de res o de pollo o a un pozole o a un taco de carnitas o para aderezar una deliciosa ensalada o una carne asada o unos tacos o para acompañar a las más mexicanas de las bebidas: llámese tequila, mezcal o sotol; aunque muchos consumidores también lo utilizan para cocteles y bebidas que tienen a la cerveza como base.

Es innegable, la cocina y el paladar de los mexicanos tenemos en el limón a un gran aliado, razón de más para cuidarlo y procurarlo, tal y como lo hace un buen amigo en su parcela ejidal del cerro del tigre en el ejido de Teltipán, sembrando, cuidando, protegiendo, abonando, con sentido de hermandad con la tierra, con la flora y con la fauna del sitio.

El limón, fruto tan noble que no se conforma con engalanar bebidas y platillos, también es base principal de refrescantes golosinas como la modesta y popular paleta de limón, o la nieve o el helado de este; o si lo prefiere un sabroso pastel de limón como el que preparan en Tepeji, cerca de la ermita; y que tal un natilla o una carlota para aquellas personas con gustos más dulces.

Junto con el maíz, el limón es el rey en la alimentación de los mexicanos, incluso llegan a conjugarse en el refrescante tejuino jalisciense. Pero denme oportunidad de retirarme porque tengo apetito, el tiempo es bochornoso y estoy decidido a preparar una ensalada hojas de lechuga con sal de mar, un buen chorro de aceite de olivo y el jugo de un gran limón de nuestro árbol ¡Larga vida a su majestad el limón! *NI*

Por Nueva Imagen de Hidalgo

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