Por José Antonio Trejo Rodríguez.

Primeros años de la década de los 70s, un par de vacas: la bona y la fina, habían llegado a casita, traídas por mis hermanos desde la Ciudad de México, ambas con la pelambre en color blanco y manchas negras, nobles, mansas, entretenidas la mayor parte el tiempo en comer pastura y rumiar; una de ellas tuvo una becerrita de color rojizo, la llamamos “chencha” quien, traviesa, jugaba con los chiquillos, tomaba la leche de su madre y saciaba su apetito con la fórmula que una de mis hermanas le daba en un biberón.

La hora de la ordeña resultaba popular entre la chamacada, decidida a aprender y de paso beber un vaso de tibia leche recién obtenida. La primera ordeña con calostros se convirtió en un postre delicioso; las subsecuentes pretendieron convertirse en queso, pero los experimentos no rindieron frutos, así que la leche se repartía entre la familia. Las vacas compartían su cobertizo, establecido al final del terreno, con un grupo de borregos, un par de cochis, gallinas, guajolotes, patos y unos muy prolíficos pichones que se multiplicaron con singular alegría, nada más al llegar a Tula.

Alimentar a tanto animal costaba un buen dinerito, afortunadamente la zona urbana en Tula no pasaba de la gasolinera Álvarez y había la oportunidad, siempre aprovechada, de llevarlos a comer hierba fresca al campo y a beber en las entonces limpias aguas del río Tula. En ese entonces, Jalpa era una colonia poco poblada, atravesada por una estrecha carretera bordeada de grandes árboles, por la que apenas circulaban algunos vehículos, coches de sitio, autobuses foráneos rumbo a Tepeji y muchas personas en bicicleta a trabajar en la Tolteca.

La red de energía eléctrica se detenía en el Centro, a la altura de la citada gasolinera, los negocios que hoy se observan a lo largo de la Avenida Lázaro Cárdenas eran tramos de cerros, milpas, magueyales, algún establo. La comunidad de Jalpa trabajaba sin descanso para contar con una red de distribución de agua potable: don Luis, don Ventura, don Leonardo, don Juanito, don Isidoro, don Facundo, don José, eran nombres muy sonados entre los vecinos, por la razón de ser quienes organizaban las actividades para construir un tanque de almacenamiento que, a la fecha se conserva entre la infraestructura de la Comisión de Agua en sus instalaciones ubicadas en las inmediaciones con Barrio Alto; sin embargo, las mujeres se destacaban, decía el entonces jovencito Facundo Cerón Gallegos, por ser las más entronas y narraba con admiración cómo las señoras cargaban entre todas, los largos tramos de tubo para instalar la red que permitiría dejar de depender de pipas y pozos artesanos.

Mientras la carretera se usaba poco, la vía que apenas 80 años atrás había albergado al Ferrocarril Central Mexicano rebosaba de tráfico con trenes cargueros y pasajeros que movían mercancías y personas a lo largo y ancho del país. El chacachá del tren y su agudo silbato era cosa rutinaria en nuestras vidas; al igual que las precauciones que a diario tomábamos para cruzar las vías o para caminar junto a ellas.

Un mediodía atestiguamos un convoy de camiones y trabajadores de la compañía de luz que tiraban postes a lo largo de la carretera y afanosos cavaron agujeros para allí asentarlos con la ayuda de una grúa y cuerdas. La emoción nos desbordó, hubo quien preguntó a uno de los obreros si ya se podía contratar el servicio de luz eléctrica y este de inmediato respondió afirmativamente y guío a los interesados hacia las antiguas oficinas que se levantaban a un costado de lo que hoy es la casa de la cristiandad y que por esos años se construía en un inmenso solar.

La luz llegó y las familias dimos un importante paso para reducir la desigualdad en la que nos hallábamos en relación con otras zonas de Tula; la red de agua terminó de construirse, al igual que el depósito en la parte alta de la colonia, pero el suministro fallaba, porque la demanda sobrepasaba a la oferta del pozo de las manzanitas.

Una noche, era todavía temprano, apenas había oscurecido, se escuchó tremendo revuelo en el patio de la casa; mi mamá, mis hermanas, mi cuñada, mi prima, instruían a los 20 chamacos de la familia que a diario convivíamos, para que no saliéramos de nuestras casas. La razón no quedaba muy clara, solo alcanzábamos a ver a las mujeres manipulando una tina, unas cubetas, escobas y hasta una pala, luchando contra algo desconocido que habían atrapado: un par de murciélagos que estaban molestando a las vacas y decían que intentaban morderlas para chuparles la sangre, desatando la premura, pues se temía las fueran a contagiar de rabia.

Los quirópteros fueron anulados con arrojo y los adolescentes los tomaron y exhibieron a los más chicos, extendiéndoles las alas. Las vacas habían sido salvadas por la rápida acción de las mujeres de la casa. Al paso del tiempo, la tragedia nos envolvió, un tren atropelló a un par de nuestros borregos y a un puñado de nuestras aves de corral. Mi papá determinó que para evitar riesgos vendería a las vacas y los borregos restantes. Con lágrimas en los ojos vimos pasar a la bona, a la fina y a la chencha, caminando lentamente y se percibía que, con tristeza, hacia su nueva casa, también en Jalpa.

Cada que caminábamos de regreso de la escuela, hacíamos lo posible para ver a las vacas en el establo de su nuevo dueño. Nos hacía felices verlas, aunque fuera de lejos. No volvimos a tener ganado mayor, apenas un par de cochinos que pasaron a ser parte del menú de algún festejo familiar y algunas aves de corral alimentadas con trigo que unos vecinos recolectaban de los vagones de trenes cargueros. *NI*

Por Nueva Imagen de Hidalgo

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