*De mochilas pequeñas a grandes sueños.

Por Magda Olguín

Hay un instante en la vida de toda madre que se graba con tinta indeleble en la memoria: el primer día de escuela de su hijo. Allí está ella, tomando una mano diminuta que apenas logra sujetar el peso de la mochila. El uniforme se ve grande, los zapatos nuevos parecen barcos que aún no saben caminar derecho, y los ojos del niño, entre nerviosos y curiosos, se clavan en la mirada de la madre como pidiendo permiso para crecer. El corazón de ella late más fuerte que nunca, dividido entre la ternura y el miedo, entre el orgullo y la nostalgia anticipada.

Ese mismo niño, años después, se despide de nuevo en otra puerta. Ya no es la de un aula de preescolar, sino la entrada solemne de una universidad. La mochila es ahora una laptop y unos libros más pesados, pero la mirada, aunque más madura, sigue cargando la misma luz que aquel primer día. La madre observa cómo camina erguido, cómo busca su propio lugar en el mundo. Y en ese instante comprende que la vida es una cadena de desprendimientos: cada etapa exige un acto de amor que consiste en dejar ir.

El sacrificio de los padres rara vez aparece en los discursos académicos o en los títulos universitarios, pero está ahí, escondido en las madrugadas de trabajo, en las cuentas que se ajustan, en los sueños postergados para que los de los hijos florezcan primero. En cada desayuno preparado a prisa, en cada pasaje pagado, en cada consejo repetido hasta el cansancio, se esconde la fuerza de un amor silencioso. Enviar a un hijo a la universidad no es solo un logro personal del estudiante; es también el fruto de años de esfuerzo compartido.

Dejar que los hijos hagan su vida es, quizá, la mayor prueba de madurez de un padre o una madre. Porque el corazón quisiera retenerlos en el nido, protegerlos del frío y del dolor del mundo, pero el amor verdadero sabe que no hay protección más grande que darles alas. La madre que un día soltó la mano pequeña en la puerta del kínder es la misma que, años después, suelta el abrazo frente a los pasillos universitarios. Ambas veces duele, pero ambas veces se celebra.

Y así, entre mochilas pequeñas y cuadernos universitarios, entre despedidas que son promesas y lágrimas que son esperanza, una madre aprende que su papel no es vivir la vida por sus hijos, sino darles la oportunidad de vivir la suya. Porque la maternidad, al final, es el arte de sembrar amor en la infancia para luego contemplar cómo florece en la adultez, aunque ese florecimiento implique aceptar la distancia.

Este año me toca ser esa madre que deja a su pequeña en la Universidad, han pasado ya 18 años de que me convertí en mamá  y hoy me siento con el corazón dividido: por un lado, me invade la tristeza de tener a mi hija Julieta lejos de casa, de no verla cada mañana y de no compartir las pequeñas rutinas que llenaban de vida nuestro hogar; pero, al mismo tiempo, me siento emocionada y agradecida por esta nueva etapa en familia, porque verla ilusionada, con esa chispa en los ojos al iniciar su aventura universitaria, me llena de orgullo. Es un duelo dulce: aprendo a soltar mientras celebro su valentía de perseguir sus sueños, convencida de que la distancia nunca podrá disminuir el amor ni el lazo que nos une.

Dedico estas palabras a todos esos papás y mamás que han aprendido, o están aprendiendo, el arte de soltar a sus hijos, entendiendo que dejarlos volar no significa perderlos, sino darles la oportunidad de desplegar sus propias alas. El sacrificio de cada lágrima, de cada silencio y de cada abrazo contenido se transforma en orgullo al verlos perseguir sus sueños. Soltar no es renunciar al amor, es confiar en que todo lo sembrado en el corazón de los hijos florecerá en el mundo. Porque al final, dejar ir también es otra forma de quedarse para siempre en ellos…éxito a sus pequeñas y pequeños universitarios.

Me encuentras como @Malenitaol en Twitter. Gracias por tu lectura. *NI*

Por Nueva Imagen de Hidalgo

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