*El ajedrez geopolítico contemporáneo.

Por Magda Olguín

En el ajedrez geopolítico contemporáneo, pocas piezas mueven tanto poder simbólico y estratégico como una reunión entre dos de los líderes más polarizantes y decisivos de las últimas décadas: Donald Trump, mandatario de Estados Unidos, y Vladímir Putin, presidente de la Federación Rusa. Un encuentro entre ambos marca, sin duda, un punto de inflexión en el equilibrio internacional, especialmente si se concreta un cara a cara con el presidente ucraniano Volodímir Zelenski. La confluencia de estos tres actores podría redefinir las relaciones internacionales, alterar el curso de la guerra en Ucrania y tener consecuencias duraderas para el orden mundial.

La relación entre Trump y Putin ha sido objeto de constante escrutinio. Durante su mandato, Trump ha sido acusado de mantener una postura ambigua frente a Rusia, y su retórica hacia la OTAN y Europa generó dudas sobre el compromiso estadounidense con el orden liberal internacional. Una nueva reunión entre Trump y Putin, especialmente en el contexto de la guerra en Ucrania y las crecientes tensiones entre Rusia y Occidente, supone una oportunidad para renegociar las reglas del juego global.

En Washington, el Presidente Trump recibió al Presidente Zelenski junto a líderes europeos, en una muestra de unidad que pareció apuntar hacia una solución diplomática. Se acordaron promesas de garantías de seguridad para Ucrania, en gran parte financiadas por Europa, y se adelantó la idea de una cumbre trilateral con Putin. Trump, en particular, ofreció garantías “muy buenas” sin comprometerse a desplegar tropas terrestres estadounidenses, delegando esa tarea a aliados europeos, mientras que Estados Unidos apoyaría desde el aire.

Mientras tanto, en Alaska, Trump sostuvo un encuentro con Putin que muchos califican de favorable para los intereses rusos. El Kremlin aprovechó el momento para reforzar su legitimidad global —a pesar de estar enjuiciado por crímenes de guerra— y la posible continuidad de su ofensiva, sin avances claros hacia un alto el fuego.

Este doble movimiento es revelador: si bien la reunión con Zelenski proyecta voluntad de avanzar hacia la paz, la cumbre con Putin deja una sensación de que Trump está tejiendo una alianza tácita que favorece a Moscú. En el encuentro de Alaska, el Kremlin obtuvo validación simbólica y política, mientras que las demandas de Ucrania —como un alto el fuego previo a cualquier negociación— quedaron relegadas.

Los líderes europeos (Macron, Starmer, Meloni, Merz, von der Leyen, entre otros) han respondido con cautela: respaldan las garantías de seguridad para Ucrania, pero insisten en que no se sacrifiquen su integridad territorial ni se legitime la agresión rusa

Si bien el gesto de usar influencias para mediar es válido en política internacional, la línea entre diplomacia efectiva y reequilibrio peligroso es delgada. El riesgo de legitimar a un régimen agresor y relegar a una nación democrática que busca sobrevivir exige un alto grado de responsabilidad. Europa deberá, probablemente, asumir un rol más firme como garante de valores democráticos y sostén de la seguridad europea, en caso de que EE.UU. adopte una postura de menor compromiso.

En definitiva, estas reuniones muestran un tablero geopolítico en movimiento, donde la diplomacia se mezcla con estrategia e intereses nacionales, y donde el equilibrio entre la paz y la justicia global está en juego.

Por otro lado, las recientes cumbres han dejado a la OTAN en una posición incómoda. Aunque sigue siendo el mayor bloque militar defensivo del mundo, su influencia práctica en este nuevo marco diplomático está siendo desafiada.

Durante la reunión de Trump con Zelenski, no hubo una referencia explícita al rol directo de la OTAN en las garantías de seguridad propuestas. En cambio, se mencionó que Europa asumiría la carga principal de protección terrestre, con EE.UU. respaldando “desde el aire”. Esto podría interpretarse como un intento de bypasear a la OTAN como estructura colectiva, en favor de acuerdos bilaterales o trilaterales más flexibles, pero menos institucionales.

Esta dinámica no es nueva: Trump, incluso durante su primer mandato, cuestionó el compromiso estadounidense con el Artículo 5 (defensa mutua) y puso en duda la viabilidad financiera de la organización. Su enfoque actual refuerza una narrativa: la OTAN solo es útil si sirve a los intereses estratégicos inmediatos de EE.UU.

Algunos miembros de la OTAN —como Polonia, los países bálticos o Reino Unido— han expresado preocupación por una diplomacia que legitime a Rusia sin un alto el fuego previo ni un compromiso claro de desmilitarización. Esto puede tensar la cohesión interna de la Alianza, sobre todo si Trump busca negociaciones por fuera de su marco.

En este contexto, la OTAN podría volverse más dependiente del liderazgo europeo, en especial de Francia, Alemania y Reino Unido, con o sin EE.UU. al timón. La idea de una defensa europea autónoma vuelve a cobrar fuerza.

Lo que es a todas luces visto, es que la diplomacia de Trump está reconfigurando el orden internacional, cuestionando las estructuras tradicionales (como la OTAN) y empoderando a actores autoritarios con una visión realista y transaccional de la política exterior.

Esto puede entre otras cosas: debilitar la cohesión del bloque occidental, estimular aventuras geopolíticas de China e Irán y empujar a Europa hacia una nueva etapa de madurez estratégica.

El mundo se aleja del idealismo de posguerra y se acerca peligrosamente a un juego de poder sin árbitros. En ese tablero, los equilibrios son frágiles, y las consecuencias, potencialmente duraderas…al tiempo.

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Por Nueva Imagen de Hidalgo

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