¿Y tú cómo viviste el 19 de septiembre de 2017?
Por Claudia Patricia Rodríguez Dorantes
En las dos entregas anteriores conté cómo el sismo me sorprendió en la oficina, en pleno quinto piso de un edificio en la calle de Hamburgo, y cómo al salir a Reforma presencié una ciudad detenida: autos apagados, sirenas atrapadas y personas intentando abrir paso entre el caos. Caminamos hasta perder la noción del tiempo, entre polvo, miedo y la sensación de que nada volvería a ser igual.
Íbamos camino al departamento. En el trayecto empezaban a circular las primeras notas de edificios colapsados; uno de ellos estaba muy cerca de mi casa, y la incertidumbre creció. ¿Y si mi zona era de las más afectadas?
A unas cuadras de llegar, vi algo que me desconcertó: un grupo de albañiles seguía trabajando. El cemento fresco, los cascos, las cubetas… todo en su lugar, como si nada hubiera pasado. Recordé que alguna vez me dijeron que los días de “colado” son muy caros y pensé que quizá no quisieron perder el dinero. Pero me pareció inconcebible: la ciudad cayéndose a pedazos y alguien pensando en no desperdiciar material.
Y eso sin saber lo que vendría después.
Al llegar al departamento, todo parecía normal. Ni un vaso caído. Leia, mi perrita, estaba un poco asustada, aunque tal vez sólo por visitas inesperadas. Encendimos la televisión, al principio sin señal, hasta que la imagen volvió y nos reveló la magnitud de la tragedia: el edificio en Álvaro Obregón 286, la escuela Enrique Rébsamen en Tlalpan, el colapso entre Petén y Zapata… y las noticias de Morelos, Puebla, Guerrero y Oaxaca también devastados.
Preparamos unos sándwiches mientras veíamos las imágenes en silencio. Con el paso de las horas, cuando el impacto se fue asentando, acompañé a mis compañeros al Metro y al Metrobús para que pudieran llegar a casa. La ciudad estaba desierta. Recuerdo con nitidez los camiones militares avanzando por Insurgentes y cruzando Reforma: una escena solemne, casi fantasmal.
Los días siguientes fueron tristes y densos. Dormí algunos días en casa de mi hermana. La ciudad olía a polvo, a gas, a tristeza. Todos teníamos los ojos llenos de miedo, pero también de comprensión. Había una empatía silenciosa entre desconocidos.
Y confieso algo más: al vivir en la Ciudad de México y ser de provincia, cada día estoy en medio del susto, sólo tengo un pensamiento que me atraviesa: ¿qué hago aquí?, este no es mi lugar, en mi casa no pasa esto. Es una frase que se repite, casi automática, entre el ruido de los vidrios y las alarmas. Pero con los años he notado que ese pensamiento se ha ido apagando. Tal vez porque, a fuerza de vivir aquí, la ciudad también se vuelve un poco tuya, aunque tiemble.
Como muchos, sentí la impotencia de querer ayudar y no saber cómo. Acompañé a mi hermana al campamento que se instaló sobre Petén y Zapata; ahí pedían médicos para atender a los rescatistas y a los heridos. Vi de cerca la solidaridad, esa fuerza que nos une cuando todo se derrumba.
El fin de semana siguiente vinieron mis papás y mi hermano. Como los católicos que somos, fuimos a la Basílica a dar gracias por seguir vivos. Recuerdo el alivio profundo que sentí al salir de ahí, como si al fin pudiera respirar.
Hoy, ocho años después, fue el primer 19 de septiembre en el que no me sentí tan nerviosa durante el simulacro. Tal vez porque esta vez lo hice distinto: preparé mi maletín de emergencia, respiré hondo y participé con calma. No con miedo, sino con gratitud, con aceptación… y con valor.
Porque aunque la tierra vuelva a moverse, aprendimos que también puede moverse la esperanza. Que incluso en medio del polvo, la ciudad —y nosotros con ella— siempre encuentra la forma de levantarse. ¿Y tú cómo viviste el 19 de septiembre de 2017?
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