*Un paseo con Porfirio… y con el eco de un organillo
Claudia Patricia Rodríguez Dorantes
El pasado sábado 26 de julio de 2025, participé en un recorrido por el Centro Histórico de la Ciudad de México titulado “El México de Don Porfirio”, guiado por Santiago L. Beltrán, especialista en la historia del Porfiriato.
A lo largo del paseo, visitamos sitios emblemáticos como el Palacio de Hierro, Casa Boker, el Casino Español, la Joyería La Esmeralda, la Casa de los Azulejos y el majestuoso Palacio Postal. Cada lugar guarda anécdotas que permiten comprender mejor el rostro moderno y elegante que Porfirio Díaz quiso darle al país. Sin embargo, hubo un dato que me sorprendió especialmente: la historia de los organillos.
Esos mismos organillos que, tristemente, muchas veces observamos con desdén o que apenas notamos al fondo del ruido cotidiano, tienen un origen profundamente ligado a la idea de modernidad y bienestar social impulsada por el Porfiriato.
A finales del siglo XIX, Porfirio Díaz ordenó la importación de organillos desde Alemania e Italia, principalmente de las casas fabricantes Frati & Co. y Bacigalupo. Estos instrumentos mecánicos, de manivela, fueron parte de un proyecto de embellecimiento urbano, pensado para llenar las calles, plazas y parques con música. Pero también fue, al mismo tiempo, una política social: se entregaban a personas de escasos recursos como herramienta de trabajo.
Cada organillo funciona con un sistema mecánico que trae melodías precargadas desde su fabricación. Las fábricas los adaptaban al mercado de destino; en el caso de México, se incluyeron canciones populares como Cielito lindo. Con el tiempo, esta canción fue arreglada y difundida en Europa, lo que ha llevado a que, en ocasiones, algunos extranjeros
crean que se trata de una adaptación mexicana de una melodía europea, cuando en realidad sucede todo lo contrario.
Hoy en día, quedan alrededor de 120 organillos activos en México. Mismos que son descendientes directos de los originales que llegaron durante el Porfiriato, han sido heredados por generaciones, reparados una y otra vez, y conservan piezas de hace más de un siglo.
Por eso, la próxima vez que un organillero nos pida una cooperación para mantener viva la tradición, no exagera. En sus manos, lo que suena no es solo una melodía antigua: es un fragmento vivo de nuestra historia.
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