*No todo lo que se llama relación lo es: la Corte y el caso Sasha.

Por CLAUDIA PATRICIA RODRÍGUEZ DORANTES

En marzo pasado, escribí en esta columna sobre el caso de Sasha Sökol, su testimonio público y el proceso legal que entonces estaba siendo revisado por la Suprema Corte. La semana pasada, la Primera Sala resolvió el asunto y, con ello, dejó no solo una sentencia, sino una serie de definiciones que vale la pena tener presentes. Mucho se ha hablado en estos días sobre uno de los aspectos más visibles de la resolución: el reconocimiento de que el daño moral derivado de violencia sexual contra una menor de edad no prescribe cuando sigue produciéndose. La Corte explicó que no siempre se puede exigir a la víctima una reacción inmediata, y que el silencio no debe interpretarse como desinterés, sino como una respuesta común frente al miedo, la vergüenza o el trauma. Pero hay otros puntos fundamentales que no deben quedar eclipsados. Uno de ellos —quizá el más profundo— tiene que ver con la noción de consentimiento y con las relaciones marcadas por la desigualdad. El proyecto de resolución fue claro: no puede hablarse de una relación de pareja entre una adolescente y un adulto con poder sobre ella, porque no hay condiciones reales de igualdad ni capacidad plena para decidir libremente. En palabras del propio fallo, el consentimiento válido exige “libertad para asumir ese estado, conocimiento de las consecuencias, implicaciones y alcances”, condiciones que — reconoce el proyecto— no pueden esperarse en esa etapa de la vida. Por eso, propone abandonar conceptos como “pareja”, “relación” o “unión” cuando se trata de vínculos entre un adulto y una menor, y sugiere llamarlos lo que son: relaciones impropias, marcadas por el desequilibrio y por el aprovechamiento de una posición de poder. Y es que no se trata solo de edad, sino de jerarquías, de admiración, de dependencia emocional, de miedo a las consecuencias. Una adolescente que quiere ser escuchada, protegida o validada difícilmente puede identificar como abuso una dinámica que llega disfrazada de afecto o reconocimiento. El fallo también señala —aunque aún poco se ha hablado de ello— que estas situaciones no ocurren en el vacío. Muchas veces se ocultan bajo formas socialmente aceptadas, y se refuerzan cuando el entorno calla, minimiza o incluso romantiza el abuso.
Que una relación se haya tolerado públicamente o se haya percibido como “normal” no la hace menos violenta. De hecho, la sentencia advierte que esa normalización puede impedir que la víctima se reconozca como tal, y prolongar o agravar el daño. Quedan muchos temas por revisar. El fallo también habla de las secuelas emocionales, de la revictimización en medios, del grooming como estrategia de control, y del papel que juegan la familia, la escuela o el entorno en silenciar lo que no quieren ver. Pero por ahora, conviene detenernos en esta idea central: no todo lo que parece una historia de amor lo es. Y no todo lo que se permitió socialmente fue justo. La sentencia no reescribe lo que ocurrió, pero sí nos invita a mirar con otros ojos lo que durante mucho tiempo se disfrazó de afecto. Y a reconocer que, frente a la desigualdad, el consentimiento no es tan libre como nos gustaría creer. Escríbanme a claurodriguezdor@gmail.com

Por Nueva Imagen de Hidalgo

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